Las calles adoquinadas se hielan y París parece el fantasma
de lo que fue en su día. La niebla engulle la ciudad a su paso sin piedad
ninguna y su centinela, la torre Eiffel, también ha sucumbido a la espesura
convirtiéndose en la sombra de un gigante. La primavera está calando en las
costillas de la metrópoli pero sigue sin dar tregua.
A esas horas de la mañana cuando el sol aún no puede con los
espectros de la noche, parece que todo está más prohibido que nunca. La ciudad
se está desperezándose, quitándose los restos de la madrugada mientras sus
inquilinos se preparan para otro día. La gente que anda por las calles a esas
horas son desgraciados trabajadores o ejecutores de malas artes.
Y ella.
Ella, que taconea con nerviosismo mientras el barrio Latino
le da la bienvenida. Adèle camina deprisa por el boulevard Saint-Germain con el
corazón por la boca. La acompañan las miradas recelosas de los gatos
callejeros, pero no tiene tiempo para fijarse en nada más que en la hora. Va a
llegar tarde, y él no va a seguir esperándola. Ese pensamiento le envenena la
sangre y lo elimina rápidamente de su cabeza. No quiere ni imaginarlo.
Lleva al café resoplando, pero no pierde un solo segundo en
tomar aliento. Va a tener toda la vida para respirar, no le importa ahogarse en
esos momentos. Pasa por la puerta y hace sonar las pequeñas campanas que
indican la llegada de clientes. Le recibe una mirada somnolienta desde la barra
y, más alejada, la que ella busca. Bruno le ofrece una sonrisa cansada desde
una esquina escondida y resguardada.
Algo dentro de Adèle hace clic y en seguida deja de sentirse
atacada, al ver a su amigo de ojeras por los tobillos. Se acerca a la mesa y se
sienta con aires fugitivos para acercar la cabeza a Bruno y hablar en un tono
apenas audible.
-Creía que no me esperarías.
-Creía que no vendrías.
Ambos reposan sobre sus asientos y se miran largamente. Es
ridículo pero ahí están. Es una despedida y hay que aguantarla.
-¿De verdad tienes que irte? –Adèle dice por fin lo que
quiere preguntarle desde hace semanas.-No tienes por qué. Podemos esconderte.
No podrán encontrarte…
Bruno esboza su sonrisa triste de siempre y la observa. No
dice nada pero Adèle entiende lo que dice su mirada y no puede evitar romper a
llorar en silencio cuando se da cuenta de que es inevitable. Su amigo tiene que
irse. No hay peros ni escusas, es la hora de que Bruno abandone la ciudad que
tanto quiere. Él, que siempre se ha resignado preparándose para lo peor, alarga
la mano y hacia la de la muchacha y se la coge, haciendo que le mire.
-Por dios, Adèle, no llores. Sabes de sobra que vamos a
volver a encontrarnos.
La francesa toma aire y le mira. No sabe si es por su mirada
tranquilizadora o su tono, pero al instante parecer tener la sensación de que
París volverá a estar abierto para ellos, de que las largas noches bailando con
el gramófono o recitando a algún autor maldito, como lo están todos los
escritores incluido Bruno.
Adèle se restriega los ojos con la mano que le queda libre y
respira profundamente. En ese momento los dos parecen diez años más viejos y el
único espectador de su despedida es la vacía taza de café que Bruno vació hace
media hora.
-¿Me lo prometes?
-Te lo juro.
Él tiene que irse ya, y cuando terminan de despedirse de la
boca de Adèle va a salir un adiós. Triste y profundo, al final no puede y lo
reemplaza por hasta pronto. Bruno se va del café entre brumas y con una promesa
entre los labios. Para cuando Adèle abandona el café el sol ya ha salido pero
París parece más triste que nunca.